martes, 30 de abril de 2013

Una navidad con Carmen Sevilla.








Llevo mucho tiempo pensando en escribir la historia de una tarde/noche de navidad, en Luque. Antes quiero decir que, para mí, las Navidades eran unas fechas casi desconocidas antes de llegar a nuestro querido pueblo. Dada la profesión de mi padre, desde mi nacimiento hasta recalar allí, tenía 11 años, viví en 6 pueblos, Luque representaba el nº 7. El destino quiso que, a tan temprana edad, iniciara un período de tiempo relativamente largo de permanecer en un sitio que, después se revelaría como una de las mejores etapas de mi vida.

Entre los recuerdos que tengo, muchísimos, destaca uno que tiene que ver con las fiestas navideñas. Allí salíamos con una zambomba, una botella de anís (¡qué fatiguitas, Dios mío!) para rascar con una moneda y “enriquecer” nuestros villancicos, y nuestro entrañable amigo y compañero de estudios “Francisquito”. Su voz, cantando “A Belén tengo que ir para ver la gente junta, para regalarle al niño un arado con su yunta ……” y otros como “A tu puerta hemos llegaO cuatrocientos en pandilla, si quieres que nos sentemos saca cuatrocientas sillas..” era “cristalina, muy fina, muy bonita.  De broma cantábamos “Asómate a la ventana cara de lechón sopero, de donde te has escapaO que no te ha visto el porquero..”.

Eran tiempos maravillosos.

Allí aprecié la Navidad, disfruté de aquel ambiente, me impresionaban “Los hermanos de la Aurora”. Recuerdo a Antonio León, padre de Francisquito, que era uno de sus componentes. Me gustaba ver cómo hombres tan esforzados, forjados en los campos, llenos de energía y ganas de rendirle al Niño Jesús su fiesta Adviento, de preparación para el 24 de diciembre, recorrían las calles y transmitían un auténtico sentido navideño. Ese sentido religioso /festivo no lo he perdido ni lo perderé nunca. Luque ha sido, es y será siempre mi referencia, el lugar donde, con mi mente, situarme y revivir aquellas inolvidables emociones.

Bueno, voy al meollo del asunto. Se trata de una experiencia divertida y resacosa que tuvimos el “placer” de “interpretar” cuatro, o quizás cinco, no recuerdo bien. Se trataba de R.E.E.., J.E.R,  A.E.M.  y yo mismo, Luis Gil Amores.

El día de la semana, sábado, lo recuerdo muy bien, echaban en la TV “Noche del Sábado” y, además iba a cantar Carmen Sevilla.  Se trataba del 17 de diciembre de 1966. Y ahora empiezo esta simpática historia que disfrutamos y padecimos.

Nos encontraríamos en el Llano, entre la Plancha y el paseo, no lo sé precisar, quizás en el bar de Telesforo, pero muy lejos de allí era imposible.

R.E.E.. nos dijo que esa noche cantaba la Carmen de España, quería verla y quedamos en reunirnos en el bar citado. Como faltaba tiempo para las diez de la noche, decidimos dar un paseo por las calles de Luque. Nos gustaba ir por la C/ Alta, bajar a la C/ Belasar, seguir por la C/ Los Álamos, en los paseos largos o por la C/ El PraO en otras ocasiones.

Iniciamos la marcha subiendo el pequeño repecho de la C/ Alta, donde vivía “La Chita”. Iríamos como siempre, contando pamplinillas. Es imposible saberlo. Lo que si sé con toda certeza era el “estribillo” de R.E.E. ,  que cada 5 minutos decía :“¡Oye, que no se nos haga tarde que yo quiero ver a Carmen Sevilla!”.

Al pasar por la puerta de Laureano el del vino, a algún lumbrera, tal vez yo u otro del grupo, sugirió: “¿Por qué no compramos medio litro de aguardiente dulce?”. Nos rascamos nuestros humildes bolsillos y teníamos más que suficiente. Aquel  “líquidó embriagador” nos duró hasta llegar a la C/ Belasar, al comienzo, cerca del “Molino de Dª Matilde”. 

Comenzábamos a estar muy contentos. Ante la falta de más “madera”, regresamos y nos despacharon otro medio litro del “Seco”. No había perras para el dulce. Entre trago y trago llegamos al Patín del Convento. Por razones de horario, podrían ser las nueve o nueve y media de la noche, regresamos por “El PraO”, Carrera y llegamos otra vez al Llano. Ya sentíamos los efectos del alcohol aunque todavía tuvimos un pequeño margen para aguantar.

Entramos en el Bar de Telesforo y vimos que las sillas de tijera que ponía frente al TV en color, estaban muy bien ordenadas. Oímos una zambomba y voces de hombres cantando villancicos. Subimos a la planta superior  del bar y allí nos encontramos con “Los hermanos de la Aurora”.

El ambiente estaba muy cargado, el espeso humo del tabaco, el olor a alcohol era muy fuerte.  Yo comencé a sentirme muy malito; boqueaba como un pez cuando lo sacan de la pecera. Nos ofrecieron mantecaOs y una copita; ¡Dios mío, lo que me faltaba!, Salí a la calle y debía estar más blanco que los bancos de obra que existían, quizás existan, entre el Llano y la C/ Santa María. Allí nos reunimos casi “difuntos” los cuatro. R.E.E., repetía continuamente: “¡Oye, queeee quieroooooo véeeeeeeeeeeee a Camen Evilla!. Poco a poco se iba ahorrando letras, sus repeticiones eran más cortas a medida que el diablo del alcohol se adueñaba de nosotros. Recuerdo que, finalmente, sólo pronunciaba “¡…men illa!” o, tal vez, solo “Illa”.

Subimos al Frente de Juventudes y allí estuvimos un rato mientras se agudizaba la agonía. ¡¡Qué malitos estábamos!!. Yo, en un ataque de “lucidez”, propuse “¿Por qué no subimos al castillo, que allí hace más fresco?”. Afortunadamente no me hicieron caso, no sé si porque ya no oían o porque lo consideraban una idea descabellada. Tras vomitar tropecientas veces, bajamos para dirigirnos a nuestras casas.

En la fuente de la Aurora, A.E.M., y yo, metimos la cabeza en el pilón. No servía de nada, íbamos a peor. Subimos la C/ Marbella. En la puerta de mi casa me puse tieso, derecho, como una vela. Mi sentido del equilibrio no existía. Con la frente apoyada contra la madera de la puerta, llamaba para que me abrieran. Oí pasos, oí quitar el cierre, oí a mi padre que me decía: “¡Te dije que estuvieras aquí a las once y son las doce  no sé cuánto, golfo!”. Mi padre no se había percatado de mi estado. Derecho como un junco, me dirigí a mi dormitorio. Cuando me acosté, con la habitación iluminada con las “mariposas” que mi madre tenía siempre encendida a la Virgen, notaba que el techo se movía, que le pasaba algo raro. También, el movimiento “nervioso” de la luz de las lamparillas influía mucho en mi estado casi terminal. Los mareos y las arcadas eran continuos. Cada vez que mi padre oía “¡¡¡Agggggggggggg!!!” rompía su silencio y exclamaba: “¡¡Golfo, borracho, granuja, …!!”. Esos “piropos” no mejoraban mi estado; me estaban rematando. Así inicié una de las noches más largas de mi vida, pero la recuerdo con cariño.

Al amanecer del domingo, yo llevaba toda la noche en “vela”, oí que mi padre decía que iba a Zamorano, a un entierro.

Cuando a la hora de la comida regresó, le dijo a mi madre que D. Pedro el Párroco le había dicho: “¡D. Luis, qué vergüenza, cómo estaba anoche su hijo, borracho perdido. Él y otros randas!!”. Bueno, las palabras exactas no las recuerdo pero serían las mismas o parecidas. El mensaje estaba claro.
Mi padre no me dijo nada, me miró y no hacían falta palabras, que me lo había dicho todo durante la amarga noche. Muchas veces un silencio puede más que mil palabras.

A partir de aquella fecha, cuando íbamos a un bar, bebíamos “Golondrina”, que era una casera de naranja, limón o cola. Costaba 2 pesetas el vaso. No podíamos ver el aguardiente. Bueno, eso es lo que me pasaba a mí.

Y aquí finalizo esta entrañable historia que he podido rescatar del rincón de mi memoria. 

Zaragoza, a 27 de marzo de 2013-14:19’

Luis Gil Amores - 30-04-2013





lunes, 1 de abril de 2013

UN DÍA DE CLASE EN LA ESCUELA “EL ALGARROBO”

                                     


 A las siete de la mañana sonaba el despertador. Entonces se oía la voz de mi padre, que  me gritaba: ¡Luis, Luis, que ya es la hora!

 Para mí aquel momento, repetido todos los días, era un martirio. Muerto de sueño  y con los ojos aún cerrados y legañosos, pensaba: "¡Pero si acabo de acostarme! ¿Cómo es posible que haya amanecido tan pronto? En aquellos años, mi inconsciente juventud me impedía comprender que podía dormir hasta veinte horas sin inmutarme.

Totalmente en ayunas, pasaba al aseo matinal. Con tiento y precaución, mojaba los dedos en agua, los secaba con una toalla y, tembloroso, me los pasaba por las cejas. ¡Pensaba que me iba a ahogar en aquel exceso de líquido!

Fuera, se oía el ir y venir de los labradores que, juntos a sus mulos, pasaban por la calle, repiqueteando en las piedras de la empinada cuesta su ya tan familiar melodía. Con los libros bajo el brazo, abría la puerta de la calle, aún inmersa en la penumbra,  y me sumergía en ella. Durante el trayecto que recorría en soledad, mis ojos se dirigían al cielo y contemplaba con absoluta satisfacción todo un tapiz de estrellas brillantes, que me cautivaba. Siempre me gustó la Astronomía.

Ilusionado por ir a aprender, ponía los pies sobre el empedrado de la calle y comenzaba a caminar hacia las Cuatro Esquinas. Casi siempre me precedían dos o tres mulos y el agricultor que tiraba de la reata. Entonces me centraba en observar los pasos que daban aquellos gigantescos animales (a mí me parecían enormes). Siempre esperaba a que sus patas resbalaran para contemplar un arco de chispas anaranjadas que, enseguida, se desvanecían. Las herraduras se escurrían sobre las piedras y el espectáculo estaba garantizado. Y seguía mirando con la esperanza de que un nuevo patinazo de las bestias volviera a repetir tan efímero espectáculo. Duraba poco, de tres a cuatro segundos. Lo suficiente. Menos es nada.

Cuando llegaba al cruce con la Carrera, sólo una bombilla quejumbrosa, llorona, se movía por el viento en el vértice de la esquina derecha. Emitía un sonido desagradable, molesto. Era como un “quejío”, una forma de expresar su pena por llevar ardiendo y en vela toda la noche. Esperaba ansiosa que, a las ocho de la mañana, el electricista Ortega apagara el alumbrado público y acabara con su lamento. Ya a esa altura de la calle, iban apareciendo mis compañeros de fatigas. Confluíamos desde la calle Villalba, Marbella y Carrera-Campanilla. Los veía caminar con mi mismo entusiasmo. Y compartíamos también la misma obsesión. Nuestros olfatos esnifaban el aire como si estuviésemos desesperados por aspirar el olor  a tabaco.


              -¿Huele a Bisonte?- preguntaba uno.
               -¿Huele a 3 Carabelas?-preguntaba otro.

 Si no captábamos aquel delicioso olor, entonces seguíamos subiendo hacia la plaza, a ralentí.

 -Tista Barona no ha pasado todavía- decíamos todos a coro, con la esperanza de que viniera detrás.

Si  detectábamos el aroma a tabaco rubio, era una señal inequívoca de que había pasado, y entonces nuestros pies se movían presurosos a la busca y captura de nuestro querido e inolvidable compañero. Siempre llevaba un cigarrillo entre los dedos y un paquete en el bolsillo. Y nosotros ansiábamos  una simple calada. La conseguíamos. Era la recompensa a nuestra veloz carrera. ¡Qué poco se necesita para ser feliz!


A  la altura de los bares “Los Caballitos”, “Sevillano” y “Carlos”, veíamos los mulos atados en las argollas del exterior. No paraban de mover la cola y golpear el suelo con las herraduras. Algunos de aquellos animales parecía que pensaban. Movían la cabeza de abajo arriba y de izquierda a derecha. Yo estaba deseando que alguien abriera la puerta del bar de Carlos, para poder olisquear una mezcla maravillosa de aguardiente, café del bueno y humo de tabaco.Entonces en las casas se solía tomar “malta”, o sea, cebada tostada, que no tenía sabor ni me gustaba. La marca que anunciaba la radio era “Macay”.

Una vez que dejábamos atrás la entrada al Llano, emprendíamos la subida por la calle San Fernando, pasábamos por la puerta de la ermita de San Bartolomé y cogíamos la directa hasta la escuela. Allí  nos esperaban  las mesas y los bancos alargados de nuestra particular “galera”. A medida que la clase se llenaba, los tempranos murmullos iban convirtiéndose  en voces, que acompañaban el vuelo de alguna que otra cartera, a la que  veía pasar por encima de mi cabeza. Volando, sí, volando. La esquivaba como podía y me centraba en mi afición favorita: conocer el destinatario del aterrizaje. Nunca pasó nada y, a nuestra manera, lo pasábamos bien. Los muchachos de entonces no necesitábamos algodones entre los que cobijarnos. Sabíamos bien cómo defendernos o ponernos en pie tras algún descalabro.


Aquella escuela estaba dotada con el mejor de los servicios: en plena naturaleza y a cielo raso. Estos lavabos públicos tenían un nombre, ¡cómo no! Se llamaban La Mancha y estaban al pie del Tajo de El Algarrobo. Allí, en una bocacalle por donde se accedía al Tajo, salíamos los varones a verter aguas menores. Es decir, a la noble acción de “mear”. Nuestro sentido de la solidaridad era tal que, para hacerlo, nos poníamos en un corrillo de dos, tres, cuatro o más, y apuntábamos a un lugar muy concreto del suelo. De  recibir los “pis solidarios”, se había formado una mancha redonda y oscura en la tierra, que disfrutaba de nuestra humedad. La misión de todos era que el tono del color no decayera un ápice. Teníamos que regarla con afición y empeño.



Cuando se incorporaba el Maestro a clase, siempre examinábamos su rostro. Nos bastaba  una décima de segundo. El objetivo era detectar su humor y proceder en consecuencia. De poco nos servía nuestra estrategia, porque él era firme de carácter y no se andaba con tonterías. Sabía bien cómo dirigirnos y controlarnos. ¡Era un gran hombre!

Como íbamos todos en ayunas, pronto nuestros estómagos comenzaban a exigir “algo”, pero no había nada que echarles. Las notas musicales “triperas” iniciaban su concierto. Entonces llegaba el momento cumbre. Estrella, la esposa del Maestro, bajaba dos o tres escalones con una bandeja en la mano. Nuestros ojos radiografiaban su contenido: un tazón de rico café con leche y tres magdalenas ¿Quién ha visto semejante maravilla? ¡Qué color! Morenitas y cubiertas por un circulito de azúcar! ¡Qué delicia!  Nadie puede llegar a imaginar  lo que valía aquel sencillo desayuno. No tenía precio y nosotros mucha hambre. Cada vez que me acuerdo se me escapan dos lagrimones enormes. ¿Cómo se puede llegar a desear tanto “pegar un “bocao””, un “bocadito chiquitito” nada más, a aquellas delicias? Eso era lo único que ansiábamos, en el sentido  más exacto del verbo “ansiar”.

Como la dicha no podía ser completa, mientras Don Francisco desayunaba nos iba llamando, por cursos, uno a uno.

-A ver, ¿no viene nadie a dar la lección? ¡Los de Primero, vengan para acá!

Estábamos “acongojados” ya que, si no nos la sabíamos, nos jugábamos la posibilidad de ir o no ir a nuestras casas a desayunar. Los que se quedaban castigados no podían disponer de media hora para tomar algo en casa. Llegado el caso, rogábamos a los que habían tenido la suerte de superar la prueba que se acordaran de nosotros. Y se acordaban ¡claro!, pero sólo del “olvido”. No nos daban nada, ni siquiera las migajas. Y nuestros estómagos seguían en la más absoluta viudedad hasta la hora de almorzar. Con el tiempo he comprendido que al cuerpo le viene bien practicar la abstinencia, porque siempre fueron malos los excesos (¡si lo sabré yo!),  pero entonces  la abstinencia era una auténtico martirio.

Como nota simpática, recuerdo que alguien llevó un día un trozo de “pandehigo”. Yo tenía la “suerte” de estar castigado. Todos los que corrimos igual suerte mirábamos aquel trocito de manjar con los ojos llorosos. De pronto, uno se apoderó de la “comidita” y le “pegó” un bocado que por poco se lleva los dedos por delante. Cuando retiró el resto de su boca, observamos que estaba comiendo gusanos.  Proteínas al fin y al cabo ¡Hasta los gusanos debían estar ricos para unos estómagos tan desolados!

A mediodía íbamos a comer, aunque no siempre. Dependía de nuestra aplicación y acierto en “decir la lección”. Más tarde, a partir de las 15:00 ó 15:30, reanudábamos las tareas hasta las 19:30 ó 20:00 horas. Más o menos ese era el horario establecido.

Don Francisco Cañete López  era un trabajador infatigable. Tenía una formación extraordinaria, a pesar de que no estaba titulado en Magisterio. Es más, sus clases eran “clandestinas”. Una cosa que engrandece más su imagen es que él estudiaba Magisterio al mismo tiempo que impartía clases. Ninguna materia lo arredraba, aunque dominaba a fondo las matemáticas.  No tenía la certeza de aprobar ya que, por determinadas razones de índole política, no confiaba en acceder al escalafón de Maestros.

Era un hombre querido y respetado por todos. Al final de su vida, cuando parecía que todo le sonreía, después de haber recibido el título oficial de  maestro y haber obtenido plaza en Luque  como Profesor de Adultos, se puso enfermo, y en una semana su vida se terminó. Una mañana oí que sonaba el “esquilón” de la iglesia. Sonaba con una música triste y dolorida… Escuché a  mi padre que hablaba con alguien en la puerta de mi casa y lo entendí. ¡ El maestro del Algarrobo había muerto!

Muchos compañeros nos reunimos en el campo de fútbol del “Terraplén”. No había otro.  Allí lo despedimos. Teníamos la sensación de habernos quedado huérfanos.

 Pero la vida siguió. Y un grupo de maestros, antiguos alumnos de Don Francisco, decidieron  crear una academia en la sacristía de la Iglesia de la Aurora. Allí proseguí mis estudios y pude obtener mi título de Bachiller Elemental. Me enteré en el bar de Ricardo. Estaban dando los números de los que habían aprobado la Reválida y oí el número 164. ¡Era el mío! La emisora creo que era “Radio Cabra”. Mi padre, casualmente, se encontraba en ese bar y me acerqué. Me acarició la cabeza y no dijo nada. No hacía falta. Estaba contento.

Lo celebramos tomando unos vinos. Pocos. No teníamos dinero. Presumíamos al saber que, con tan sólo dieciséis años, ya teníamos tratamiento de “DON”. Nos reíamos y nos llegamos a sentir importantes. Otra etapa de la vida comenzaba.

En Zaragoza, a 26 de enero de 2013