viernes, 8 de noviembre de 2013

Un alto en el camino



                              (Panorámica de Luque)



Ahora, cuando me preparo para redactar el texto sobre mis Memorias de Luque, me he puesto a pensar en el origen del deseo que me llevó a poner fuera de mí lo que tenía dentro de mi cabeza. Nunca fui una persona ordenada, ni lo soy. Tampoco ejerzo de escritor, ya que, para serlo, son necesarias algunas virtudes de las que carezco: cultura, orden, imaginación, planificación, constancia. Estas son las cualidades que, desde mi punto de vista, deben adornar a una persona que se dedique al noble y bello arte de comunicar y contar historias. Yo soy lo contrario, el caos1, la confusión y el desorden. Aun así, me gusta recordar aquellos momentos y dejar constancia escrita de los mismos. Al principio me daba miedo publicarlos, ahora, afortunadamente lo que tengo es pánico, pero…bueno, me gusta el pánico.

Salí de Luque el uno de mayo de 1968. En las cuatro esquinas me recogió Isidoro Navarro Membiela, entrañable amigo, taxista. Junto a tres luqueños más, marchamos hacia Córdoba para ingresar en la academia de Úbeda. Yo iba a hacer la mili. Por entonces no pensaba que me daría por recopilar recuerdos y clasificarlos, para compartirlos con gente de nuestro pueblo que hubieran sido testigos directos o indirectos de muchas de las cosas que vivíamos, veíamos, oíamos o conocíamos por boca de personas mayores que, casi siempre, guardaban en su interior un tesoro que valía un potosí. Hay una frase, que nunca he olvidado, muy sabia y aguda: “el principal enemigo del hombre es tener la barriga llena”, sentenciaba un abuelo sentado en un banco del paseo de Luque. Hablaba con otros sobre la guerra de Cuba. No le faltaba razón. A la realidad actual me remito.

Transcurrió el tiempo y, sin darme cuenta, a medida que pasaban los años, un cúmulo de recuerdos vino a mi memoria. Quise escribirlos. Aunque era algo vago para hacerlo, contaba con una muy buena memoria en la que confiaba ciegamente. Todo lo guardaba en el “disco duro” de mi cabeza – no hace falta decir que por entonces la expresión “disco duro” no existía en nuestro vocabulario. Si al menos hubiera anotado varias palabras claves en un pedazo de papel...,  sin duda tendría más precisión en el relato de lo que estoy escribiendo ahora. Sin embargo, lo importante para mí es poder contar cosas que sintonicen con muchos o algunos paisanos, aunque con la edad que tenemos ya vamos quedando pocos.

Hace mucho tiempo pensé escribir una carta a Luque, pero era algo tan poco concreto, tan impreciso, que acabé desestimándolo. Con las nuevas tecnologías supe que mi deseo podía ser cumplido y así, episodio a episodio, como retazos de un todo, de una forma casi epistolar, voy comunicando aquello que pertenece a la memoria de muchos.

El tiempo es un elemento inexorable que sirve para muchas cosas, unas buenas y otras quizás no tanto. Por ejemplo, para las malas noticias actúa como un bálsamo, una brisa que seca y suaviza las aristas afiladas como navajas, de desgracias que pronto o tarde van llegando a nuestras vidas. El tiempo no consigue hacer desaparecer esos recuerdos pero las heridas se van secando y, aunque permanezcan en nuestra memoria, no cortan con tanta fuerza nuestras fibras del alma, y el dolor, paulatinamente, se mitiga.

El tiempo es un concepto que lo abarca todo. Mientras pasan los días, vivimos rodeados y afectados por circunstancias que van modulando nuestra forma de ver la realidad y nuestras sensaciones y emociones. Actúa como capas de polvo, que se van depositando unas sobre otras y, así, muchas cosas del pasado desaparecen de nuestra memoria, de nuestra vista. Otras, en cambio, se ven más o menos borrosas y algunas, muy pocas, están presentes como si hubieran ocurrido hace un momento.

Hablando de los efectos del tiempo, siempre me vienen a la memoria algunas imágenes de Luque, por ejemplo, la imagen del Tajo y las longevas piedras del Castillo. También ellas han sufrido su acometida.

El Tajo emergió allá por el año de la polka – he leído que la Subbética y otras cadenas montañosas, arrugas de la piel del planeta que habitamos, de España, Europa y Asia, se debió al choque de las plataformas continentales de África y otras, hace ya por lo menos la friolera de más de cinco "años" –  y ha ido evolucionando hasta adquirir la altura y la forma que tiene hoy. Sin duda, sería una formación rocosa de perfil mucho más afilado, agreste, accidentado, de bordes cortantes. Con los años y los elementos atmosféricos (circunstancias climatológicas): lluvia, hielo, viento, que arrastran granos de arena, que a su vez colisionan con las rocas, azotan la piedra, sus bordes se van volviendo romos, pierden sus afiladas aristas, se van redondeando en suma. Toda su figura se fue erosionando, suavizando, hasta encontrarla tal como la vemos ahora y la veíamos antes, porque nuestras vidas, consideradas individualmente y comparadas con el tiempo, son breves suspiros. 

Pues esas similitudes ocurren también en nuestra mente. Con las circunstancias que día a día nos envuelven y nos marcan el  paso, perdemos la huella de un recuerdo que creíamos tener para siempre.

Para apuntalar más esas rememoraciones, el cerebro debiera contar con una brújula que nos ayudase a orientarnos. Siempre he pensado que conocer exactamente el sistema de referencia de los puntos cardinales contribuiría a ello.

En uno de mis escritos, mencioné un punto cardinal: el este. Me refiero al episodio de “Arroz con conejo”. Como volveré a citar alguna otra dirección de ese sistema de referencia, p.ej., el sur, quiero exponer el origen del uso que, a veces, suelo utilizar en determinadas ocasiones para orientarme yo2.

Mi interés por esa denominación geográfica tiene su inicio en las innumerables novelas del oeste que leí en Luque. Recuerdo que se las alquilaba a Manolo el del quiosco. Solía costar, creo, una peseta. Cuando tenía tiempo libre y contaba con tan exorbitante capital, me hacía con una, me iba para casa raudo como el viento, agarraba una barra de pan y cortaba una punta, el resto me lo llevaba conmigo y así, mordisco a mordisco, me sumergía en aquellas fantásticas historias. Cuando terminaba la barra, como un furtivo, regresaba a la alacena y acababa con el pico que había dejado como muestra, y volvía a repetir la misma operación. Y así, la telera y yo continuábamos inmersos en aquellos apasionantes relatos de polvo, sudor y fuego.

Mis novelistas favoritos eran Marcial Lafuente Estefanía y Keith Luger.


El primero tenía una imaginación que olía a pólvora. Sobrecargaba mucho los relatos, sobre todo en los duelos (en terminología arquitectónica, pertenecería al churrigueresco). Sus revólveres escupían plomo a ráfagas incesantes con la misma intensidad con la que  los  mitológicos dragones medievales escupirían fuego, y los enemigos caían como chinches. Eran sus armas, inmisericordes.

Keith Luger era más humilde, más prudente y comedido, sobrio y frugal. Disparaba solo en situaciones muy comprometidas y solía arreglar los problemas de enfrentamientos con poco uso de sus armas o, por lo menos, poca sangre.

Basándome en difusos recuerdos, he escrito dos cortas historias para ilustrar, desde mi punto de vista, mi visión personal de aquellos personajes y de aquellos paisajes. 


El cow-boy cabalgaba sobre un jamelgo que, hambriento, parecía que se iba a morir de pie. Ambos, jinete y caballo, iban raudos hacia Tombstone (Arizona,) donde esperaban poder comer y descansar. Jeff Murray era un hombre solitario, huraño, debía contar con pocas amistades y tuvo que haberse llevado algún desengaño amoroso en su aún corta vida, vagando por este mundo que le tocó sufrir.

Dentro de esas rarezas, no podía negarse que era presumido, más que por su forma de proceder, lo era por su indumentaria. La ropa era puramente vaquera al más clásico estilo, limpia, confeccionada para poder sobrevivir al clima y al trabajo que se suponía que hacía, probablemente de vaquero, porque otros oficios escaseaban por aquellas tierras.

Lucía una canana incrustada de pedrería y plata. La combinación de tales elementos formaba preciosas y caprichosas figuras, y además, cuando los rayos de sol incidían en aquel mosaico de brillantes multicolores, emitían reflejos maravillosos que, al mismo tiempo que cegaban, atraían.

Como vagaba por territorio fronterizo, le gustaba ir a San Luis de Colorado y a Sonora, en Méjico. Allí había mercadillos donde se podían adquirir a bajo precio el cuero, tanto en cananas como en botas, con adornos y fantasías que tanto gustaban a los gringos. Además, caminar entre la gente mientras hacía la compra le ayudaba a superar sus problemas interiores si es que los tenía. La animación, la música, las tortitas, el chile, los pimientos jalapeños, el tequila con lagarto incluido, lo volvían loco. Las rancheras dominaban el ambiente, los corridos, los parados, en fin, todo aquello le daba un colorido diferente al hosco ambiente que se vivía en su tierra natal.






Como era alto, fuerte y buen mozo, atraía la atención de las lugareñas y despertaba el recelo de los varones quienes, chaparritos, morenos y con bigote, se sentían incómodos y molestos en el suelo que los vio nacer al compararse con aquel guiri de inmensos ojos grises y dorados cabellos lacios.

Mientras cabalgaba, a lo lejos, el vaquero divisó un pueblo en medio del árido desierto. A los pocos minutos, caballo y jinete entraron por la calle principal y llegaron a las cuatro esquinas. Allí, de pie, se encontraba el Sheriff quien observó algo inquietante en el aspecto del recién llegado. Problemas habemus- pensó

- ¿A dónde se dirige?-le espetó
-Voy a Tombstone. ¿Queda muy lejos?
- Sí. Aún le queda mucho para llegar.
- ¿Me puede indicar el camino?
-¡Claro, forastero! Salga por esta calle hacia el norte, cuando recorra treinta millas, gire al oeste, a cinco millas verá una choza, gire otras treinta millas hacia el sur, recorra otras cinco millas en dirección este y, finalmente, vuelva a girar hacia el norte.

El vaquero, con cara de malas pulgas, exclamó:

- ¡Hacer ese recorrido significa que después de la “jartá” de millas estaré aquí, en este mismo sitio. ¿Por qué me ha dado esa indicación inútil?- inquirió.

El Sheriff, con más hambre que los pavos de Perico –que se comieron un candado a picotazos- respondió:

- Para poder explicarle dónde está Tombstone, necesito comer antes y, además me gusta echar una siestecita; así que mientras va y viene yo hago las dos cosas.

El vaquero tenía los ojos inyectados en sangre y, sin mediar palabras, sacó su revólver y de seis disparos le metió en el cuerpo dieciocho tiros.

Tras un ventanal, una mozuela rubia, de ojos azules, hermosa y manchada de soledad, veía todo lo que ocurría. No le causó impresión lo visto. En aquel pueblecito era lo normal. Cada quince días estrenaban Sheriff. Suspiró mirando al cow-boy. Lo que sí la llevó a estremecerse de pasión fue ver el humeante cañón del vaquero a la altura de su boca y cómo lo soplaba suavemente después de haber liquidado a la autoridad. El humo que salía todavía por la punta, desapareció. También fue emocionante para la mozuela el instante en que el forastero enfundó con suavidad su arma, y aquel duro revólver quedó alojado, como una mano en un guante de goma, en su sitio de reposo.

Marchóse el fugaz visitante y la joven sintió que un nuevo tren se le había ido. Se había ilusionado pensando en que iba a la grupa del caballo, abrazada a la cintura de su jinete que se alejaba. En su delirio, había soñado que se dirigían los dos a comer un perol en una verde pradera a la orilla de un fresco riachuelo que les ayudaría a saciar su sed y su amor.

Volvió a la realidad y cayó en la cuenta de que quien vino se fue, y solamente le quedaba esperar al siguiente visitante. ¡Lástima!- exclamó.

Los personajes de Kheit Luger actuaban de manera diferente, como veremos.

Steve McMillan era un cow-boy al que no le atraían las armas, solamente le interesaba llevar una vida tranquila. Deseaba trabajar en un rancho y llevar ganado caballar y/o vacuno hasta la estación de ferrocarril más próxima. Ése había sido su trabajo desde que era chiquitito. En su antebrazo llevaba tatuada una Rosa de los Vientos como muestra de su amor por poder ir libremente hacia el norte, sur, este, el Otro y demás puntos intermedios existentes. Cuando cabalgaba solo por las verdes lomas salvajes, le gustaba mirar su tatuaje y, al ver la hermosa rosa, no dejaba de tatarear la canción del  clavel,  ”quisiera ser libre lo mismo que el viento, que mueve el olivo y riza la mar ...” Aunque por aquel tiempo no la habían compuesto, Steve, que era medio adivino, se la sabía y gozaba mezclando paisaje y copla a pesar de que, allá en el lejano oeste, no tenían ni pajolera idea de aquel género.

Por caprichos del destino, se vio abocado a enfrentarse a terribles asesinos y pendencieros que, sin saber la razón, lo buscaban como si fuera un bicho al que hay que batir. Quizás se debía a su habilidad innata en el manejo de los revólveres. Donde ponía el ojo, dejaba tuerto a cualquiera. Matar en un duelo a Steve debía ser un objetivo irresistible para los pistoleros. Eso conllevaría fama y dinero. Por esta razón, sufría continúas provocaciones.

Steve era una persona muy noble. Todo el mundo lo quería mucho. Su generosidad llegaba a tal extremo que, ante una situación de vida o muerte de las que se le presentaban a menudo y sin buscarlas, prefería morir a matar. (Lo mismo afirmó un Ministro de Defensa de aquí, de España. ¡Vaya defensa del ministro!)

Para disuadir a las que, sin duda, serían sus víctimas, antes de liquidarlas, probaba algunas opciones intimidatorias. Entre otras muchas, podríamos destacar éstas:

Cuando se le aproximaba algún pistolero con malas intenciones, lo conminaba para que se detuviera. En caso negativo, sacaba el arma y con un solo disparo le quitaba el sombrero de ala ancha. La mascota salía volando y su dueño volaba más de prisa buscando un lugar para ponerse a cubierto.

En otras ocasiones, algún macarra intentaba lo mismo, acabar con Steve. Cuando el pendenciero estaba claramente “colgado”, influido por el consumo de alguna sustancia narcótica, Steve le daba un tiro en el lóbulo de la oreja izquierda, le hacía un agujero y terminaba con esta lapidaria frase: “Ahora ya te puedes poner un 'sarsillo'”. "Te he ahorrado ir a la farmacia para que te perforen la oreja”. El herido le daba las gracias y se marchaba muy contento sosteniendo con una mano el pabellón auditivo y rascándose al mismo tiempo.

Steve consiguió que adquiriera fama una denominación sacada de uno de sus modos de defenderse sin matar a nadie: “los wiskicorch”, apócope del corcho de botellas de whisky. Cuando algún farruco pretendía eliminar a nuestro querido Steve, este lo trataba de disuadir con palabras firmes y gestos decididos. Si el farruquito seguía con su aproximación, Steve sacaba los dos revólveres y de sendos disparos perforaba la punta de las botas produciendo un agujero limpio y redondo. Procuraba no herir al bravucón. A lo sumo el proyectil le solía cortar una uña de cada pie, que a más de uno le venía bien, ya que desconocían eso que se llama higiene.  De esta forma,  eran conocidos como “wiskicorchs”  todos los que habían sufrido ese tipo de perforación “botil”. Cuando el buscalíos le reprochaba que le hubiera agujereado las botas, Steve le respondía:

- Ve al Saloom y pídele al barman dos corchos de botellas de “wiski” y te pones un tapón en cada orificio. La víctima, tratando de congraciarse con quien pudo matarle, decía sonriendo:

-¡Muchas gracias, Steve, no había caído en esa solución!

Como el número de tapones que fueron necesitando iba en aumento, las calles, los salooms, los establos, todos los espacios habidos y por haber de aquel pueblo polvoriento, acabaron abarrotados de “wiskicorchs”. Para darle color a aquella triste vida, los wiskicorch comenzaron a pintar sendos ojos en la cara visible del corcho. Parecía que tenían 4 ojos, los de verdad y los dibujados. Eran muy ocurrentes los de aquel pueblo perdido en el lejano Oeste.

Steve, el protagonista de esta historia no era tan fuerte como parecía. Su esposa, Rita, tenía muy mal genio y era muy bruta. Cuando el marido llegaba a casa después de haber tenido algún duelo al sol o a la sombra, donde hubiera utilizado sus armas de fuego, el olfato de la mujer lo detectaba. Y le montaba la marimorena:

- ¡Ya hueles otra vez  a pólvora! ¡¿No te he dicho que no me gusta que te pelees?! Ahora me toca lavar la camisa. El trabajo sucio siempre queda para mí.

Steve, profundamente enamorado de aquel dechado de simpatía, respondía muy bajito, para no encolerizar aún más a la señora:

-                -Cari, no se repetirá.

Y ese día la “cariñosa” esposa lo castigaba a acostarse temprano sin cenar. Steve no rechistaba y obedecía ciegamente el mandato. Se juraba no volver a meterse nunca más en refriegas de pólvora, poniendo pies en polvorosa, para no perderse la cena y, sobre todo, el “postre”, que era su manjar preferido.

En una ocasión estaba Steve merendando con su mujer un tacita de té y unas pastas que había comprado en el General Store del pueblo. Al morder una galletita, aspiró aire y aquel deseado dulce en forma de polvo inundó sus vías respiratorias. Le entró un ataque de tos incontenible. Dio un jipío y creyó que su vida iba a acabarse de repente. Su rostro se puso de color rojo y poco a poco, tras recorrer todos los colores del arcoíris, se mantuvo en un violeta alarmante. Rita –la cantaora-, para cortarle aquellos horribles espasmos, le arreó un guantazo en la espalda de tal magnitud que se la unió con las tetillas.

A Steve se le demudó el rostro y, aunque no era un criminal ni nada que se le pareciera, lanzó a su mujer una mirada asesina. Él no era tonto y, temiendo recibir otra “caricia” aumentada, trocó su gesto de odio por una hipócrita sonrisa y, mientras acariciaba su revólver guiado por sus malos pensamientos, la besó. Darle un beso y sonreír era algo que ablandaba a Rita y la llevaba a exclamar: “¡Cariño, otra vez tendré más cuidado!”

A Steve le llegó a gustar tanto la copla de antes, que no se la podía quitar de su cabeza. Un día, en casa, Rita lo oyó cantar en voz baja: “Un clavel, un rojo, rojo clavel, a la orilla de mi boca cuidé yo como una locA poniendo mi vida en él”. ¡Huyyyyy!- exclamó la mujer, ¡qué mal me huele esto! Me parece que el dueño de la llave de mi tesoro se la ha entregado a otrO.

El hecho sólo de pensarlo, la ponía enferma. Cuando Steve siguió y llegó al siguiente fragmento, creyó confirmar que su marido perdía aceite:“Y el clavel... al verte, cariño mío, se ha puesto tan “encendío” que está quemando mi piel...”

Lo que le faltaba. A sus años ya se veía abandonada, de nuevo solterona y sola en la vida, como Doña Rosita la de Lorca, dedicándose al noble arte de sentarse en el “poyo” y cuidar las flores de su arriate.

Cuando él se dio cuenta, corrió presuroso hacia su esposa y le insistió en que no se preocupara. La seguía queriendo y aún no le había dado el “volunto” de cruzar la acera. Para confirmarlo, organizaron un opíparo festín y se comieron un buen postre. De esta forma quedaron las cosas aclaradas.

Así era de bueno el bueno de Steve.


Aunque parezca una tontería, que lo es, me metía tanto en aquellas historias que olvidaba que sólo eran novelas. Me dejaba ir entre los raíles de una vía que me encaminaba a un destino muy claro: poder diferenciar dos concepciones diferentes y no opuestas: la del autor pródigo y la del generoso, que habían escrito aquellos pequeños textos, inspirándose en una fantástica realidad. Fantástica porque eran sueños construidos sobre personajes de leyenda: Billy el Niño, Wyapp Earp, Jesse James, etc. Realidad porque los territorios sobre los que se desarrollaban los episodios aquellos, existen, los topónimos se conservan: Arizona, Tombstone, San Luis de Colorado, Sonora, Kansas, en fin, no cabrían aquí todos aquellos nombres geográficos.

Este escrito iba a ser, digamos, el prólogo de otro que pensaba redactar. Finalmente, y, debido a la extensión, publicaré la historia principal como una continuación de esta, con la que también anda engarzada, ya que todos los recuerdos, sensaciones y emociones del pasado tienen una importancia vital, puesto que son imágenes que, en forma de cadena, nos mantienen unidos a lo que fuimos y nos hacen entender lo que somos. Y como dice Marcel Proust:
Lo mismo que el porvenir, el pasado no se saborea todo de una vez, sino grano a grano”.




Zaragoza, 08 de noviembre de 2013
18:10

Notas:

1: El caos: Un político se dirigía a las masas y preguntaba ¿¡¡A quien preferís más, a mí o al caos!!?
¡¡Al caos, al caos!! respondía la multitud
El político, con cara de granito, respondió ¡¡Pues entonces estáis de suerte porque yo también soy el caos!!

2: El lepero y el gato: 
Un tío de Lepe odiaba tanto al gato de su mujer, que decidió hacerlo
desaparecer. Lo metió en una bolsa y lo llevó en el coche a 20
kilómetros de su casa...

Cuando volvió a su domicilio, el gato estaba sentado en el sofá, ¡Joder con el gato!

Nervioso, el de Lepe, repitió la operación, ¡puto gato!, pero esta vez
lo abandonó a 40 kilómetros de su allí...

Cuando volvió, otra vez estaba el gato en el sofá. El tipo, al verlo,
pensó: “¿Cómo lo hace el jodío gato?”

Furioso, se dijo: “Se va a enterar el gato, esta vez no vuelve ni de
coña”. Agarró al gato, lo metió en el coche y condujo con cambios de dirección, 10 km hacia el Este, 20 Km al Norte, 30 Km hacia el Oeste, y 25 Km hacia el Sur… Soltó el gato y emprendió el regreso a casa a toda velocidad pensando: “Este no vuelve ni de coña”.

 Al cabo de un rato, llamó a su mujer con el móvil y le preguntó: María,
 ¿está el gato por ahí?

- Sí, acaba de llegar. Está en el sofá. ¿Por qué?.


- ¡Dile que se ponga!, que me he perdido.





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